Qué
fácil es en este país prestar atención a personas que no nos importan con tal
de "tener la razón" en cualquier discusión insulsa. La entrevista de
El Morad con Jordi Évole ha tenido una interesante repercusión en redes
sociales, y no ha dejado indiferente ni a propios ni a extraños. Sus palabras,
a diferencia de lo que sucede con otros artistas, han sido muy similares a lo
que narra en sus canciones: explica sus experiencias en hurtos y robos, la calle
y todas esas cuestiones que trata en sus letras y que parecen gustar a muchos
jóvenes en España. Resulta hasta divertido ver a "chicos buenos" en
casa escuchar a El Morad hablar de mafias, robos, pistolas; supongo que será
por aquello de que la música nos ayuda a llevarnos a donde nos gustaría estar,
pero no vamos porque sabemos las consecuencias de ello (pero ese es otro debate
que no tiene trascendencia, a priori, en el mundo del Derecho). Si vemos
entrevistas de otros cantantes, como los reggaetoneros, y las comparamos con
sus canciones, vemos un claro contraste que no vemos en la entrevista a El
Morad: mientras que en las canciones hablan de sexualidad sin medida, drogas,
acumulación de riqueza y maleanteo, cuando son entrevistados hablan de amar al
prójimo, apoyar a los tuyos y agradecer a Dios.
De Lo del Morad podemos sacar muchísimas conclusiones y muchísimas reflexiones que
dejo a merced del lector; pero hay una cuestión que sí quiero tratar y que me
ayuda a introducir una reflexión sobre la nacionalidad española y su estatus en
el ordenamiento civil español. El Morad, ante la pregunta de "¿Cuál es tu
país?", respondió que, a pesar de haber nacido en España, su país es
Marruecos porque sus raíces son de ahí. Ahí explota todo: muchos políticos
nacionalistas han puesto el grito en el cielo ante estas palabras, pidiendo la
retirada de la nacionalidad a El Morad por estas palabras y la modificación del
Código Civil para evitar (no sé cómo) que personas de la línea doctrinal del
rapero no puedan acceder a la nacionalidad española. Por el contrario, he visto
personas que manifestaban lo contrario, y que aseguraban que El Morad es
español, aunque no le guste. Todas estas cuestiones políticas y sociológicas
están muy bien para acabar a gritos como locos y hacer valoraciones sobre si
unos partidos políticos tienen más o menos apoyos, pero para el mundo del
Derecho no es tan relevante. Lo que quiero hablar es de diferenciar dos
conceptos que hoy en día están necesariamente unidos y que a mi entender sería
una buena noticia diferenciar: la nacionalidad y la ciudadanía.
Hoy en
día, tener la nacionalidad española es poseer una condición administrativa que
nos facilita enormemente la vida en el estado español, pues podemos ejercer una
serie de Derechos en su sentido más amplio: desde poder ejercer el sufragio
activo y pasivo hasta poder trabajar en todos los entes del funcionariado
público español sin ningún tipo de problema. Hoy en día, la ciudadanía es lo
mismo, no hay una clara diferenciación; un ciudadano español es lo mismo que un
nacional español. Sí es cierto que el término nacionalidad tiene una
connotación más nacionalista, y por eso su hace uso del concepto ciudadanía
cuando queremos hacer referencia a ideas supranacionales (como la ciudadanía
europea) o pensamientos liberales/anacionales (como el concepto clásico de
ciudadano en el sentido demoliberal).
El
problema que tiene la nacionalidad es quién puede acceder a ella y quién no: Si
atendemos al Código Civil, una persona puede acceder a la nacionalidad española
por dos vías: por razón de "sangre", de modo que una persona puede
acceder a la nacionalidad española si sus ascendentes son españoles; o por
razón del lugar de nacimiento, como en el caso de El Morad, que sigue el
principio de que son nacionales españoles aquellos que nacen en territorio
español o aquellos bajo la jurisdicción española. Eso nos plantea el problema
de que puede haber personas que, sin haber tenido jamás un vínculo real con el
Reino de España, puedan ser españoles, y que personas que han estado vinculadas
a España, pero careciendo algún requisito concreto que les impide tener la
nacionalidad, no sean administrativamente españoles y no puedan tener un
ejercicio pleno de sus Derechos en el estado. Un buen amigo es ejemplo de ello:
toda la vida viviendo en España tras dejar su país, pero sin nacionalidad por
haber no haber residido todo el tiempo necesario de forma consecutiva para
obtener la nacionalidad (volvió a su país por un periodo de tiempo pequeño,
pero suficiente para tener que empezar de nuevo los años mínimos de residencia
en España para obtener la nacionalidad).
Esta
rigidez para obtener la nacionalidad sólo responde a una cosmovisión
nacionalista (por no decir proteccionista) de la cultura y el estado-nación; es
una pequeña resistencia que muestran los estados a la aparentemente imparable
globalización. Es decir, abiertos a todo tipo de comercio, entrada y salida de
personas, capitales y mercancías, y colaboración de culturas, siempre y cuando
yo tenga mi nacionalidad y tú tengas otra. No lo critico, es algo que hoy en
día no se pone en cuestión y no seré el primero que lo haga (no al menos hoy),
pero está claro que esta rigidez administrativa supone un lastre a la libre
circulación de personas. Evidencia de ello es la Unión Europea, claro
estandarte de la más perfeccionada (que no perfecta) idea de libertad de
circulación entre ciudadanos europeos en la Unión. A pesar de ser la
organización internacional que, en mi humilde opinión, mejor contempla esta
cuestión, sigue teniendo defectos. Por ejemplo, podemos hacer referencia a las
Sentencias Dano y Alimanovic del TJUE que aseguraba que un no nacional, aunque
europeo, que se quedaba sin trabajo en el estado destino, no podía tener acceso
a las prestaciones sociales previstas para los nacionales. A mi entender, es
una decisión extremadamente polémica que pone en riesgo esta libre circulación
de nacionales comunitarios por la Unión, y a la que podría dedicarle en el
futuro algunas líneas. Pero en lo que nos ocupa, lo que nos enseña ambas
Sentencias es que esa reticencia a diferenciar a los de aquí con los de allí
provoca estas situaciones que generan, en el corto-medio plazo, ineficiencias
económicas y pérdidas de oportunidades fruto del proteccionismo a la cultura y
la lengua.
No
poder acceder a la nacionalidad de un estado es un inconveniente para las
personas que quieren emigrar en busca de oportunidades o crecimiento
personal-profesional, ya que una vez se asienten en ese estado se encuentra en
desventaja frente a los ciudadanos del estado destino por la única razón de
tener un documento de identificación distinto. ¿Hay alguna forma para
compatibilizar la protección de la identidad nacional y la fluida entrada y
salida de capitales? A mi entender, actualmente no hay herramientas para ella,
sino que los no nacionales han de requerir constantemente licencias y permisos
al estado destino, acreditando numerosos documentos y sometido a la presión de
tener que cumplir requisitos muy estrictos para poder permanecer en el
territorio con un mínimo de garantías. Aquí es cuando lanzo una idea: ¿Y si
separamos la nacionalidad de la ciudadanía?
Si
hacemos esta diferenciación, podríamos lograr un buen balancing entre la
identidad nacional y el estatus administrativo de una persona en cualquier
estado en el que quiera establecerse. La identidad nacional quedaría bajo el
paraguas de la nacionalidad, la cual seguiría transmitiéndose como hasta ahora,
vía sanguínea o por razón de territorio, y los requisitos rígidos para acceder
a ella serían los mismos, sin problema. ¿Y qué efectos prácticos tendría ser
nacional español? Pues más allá de sacar pecho si uno quiere, ninguno. Los
efectos jurídicos se trasladarían a otro ámbito, dentro del nuevo concepto de
ciudadanía. Tener ciudadanía española, aunque no se tenga la nacionalidad,
implicaría poder ejercer una serie de derechos en el estado acorde con nuestras
intenciones y nuestras expectativas: facilidades para trabajar o montar una
empresa, poder acceder a prestaciones sociales, e incluso llegar a poder votar.
La ciudadanía no tiene por qué ser absoluta desde el primer momento, sino que
puede haber diferentes categorías en función de las necesidades de los
ciudadanos, y cada categoría puede requerir una serie de requisitos (que, en
cualquier caso, serán más flexibles que los de acceso a la necesidad). Pongamos
un ejemplo: un ciudadano español, no nacional, debería poder, al menos, acceder
a las bolsas de trabajo si cumplen los requisitos mínimos para poder ejercer
esa profesión; pero no necesariamente debe poder votar si no ha cumplido un
plazo mínimo en España. Un ciudadano español podría tener la posibilidad de
opositar a empleos públicos, pero no a acceder a prestaciones sociales desde el
primer momento. Y en cuanto al caso español, que es un estado de la UE, sería la ciudadanía y no la nacionalidad lo que iría ligado a la complementariedad de la ciudadanía europea, y no la nacionalidad; por lo que el ejercicio de los derechos contemplados en el TFUE está supeditado a la tenencia de la ciudadanía, en este caso, española, y no la nacionalidad.
De
este modo, podemos satisfacer los intereses de (casi) todo el mundo: desde los
que creen que la nacionalidad española debe reservarse exclusivamente a
aquellas personas que son españoles porque cumplen con los requisitos “mínimos
exigibles” culturales (aunque personalmente no me convence dicho argumento), hasta
los que apuestan por un mundo de libre intercambio entre personas de toda
índole. Sin embargo, sé que, ante esta idea innovadora, delante habrá mucho
movimiento inmovilista (por no decir xenófobo) que estará en contra, y que
seguirá apostado por proteger la nacionalidad española con todas las
consecuencias, a pesar de que eso pueda suponer perder oportunidades de crecer,
atraer talento y apoyar una serie de políticas legislativas revolucionarias
para los OJ internacionales.
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